El escondite
- Carolina De Las Heras Quirós
- 4 may 2020
- 4 Min. de lectura

Ya hacía más de quince minutos que estaba allí tumbado, y su cuerpo empezaba a entumecerse. Cuando eligió ese lugar para esconderse pensaba que había tenido una idea genial, pero no tanto como para que no lo encontraran en toda la tarde.
Por supuesto, no se había adentrado mucho, se trataba de jugar, lo divertido era oír cuándo se acercaba el que se la ligaba y salir corriendo para salvarse; ninguno de los otros chicos se habría molestado en ir a buscarle más allá de la casa del guarda, así que prefirió quedarse cerca de la verja de entrada. Probablemente los demás habrían elegido algún hueco en la imponente tapia de ladrillo o entre algunos de los coches aparcados, desde donde podrían vigilar a Luisito, el que se la ligaba, aprovechar cuando se alejara del sitio acordado como casa y salvarse.
No valía cruzar la calle, así que no podían utilizar como escondite los portales de las casas de enfrente. Pero nadie había dicho nada acerca de meterse en el cementerio. Tumbado boca abajo sobre la lápida, sentía que se le dormían las manos, colocadas a modo de almohada. Empezaba a aburrirse, esperaría cinco minutos más y saldría del escondite, quizá Luisito se había alejado en busca de los otros.
La piedra estaba fría bajo su vientre y el sol del atardecer ya no calentaba. Sintió un cosquilleo subiéndole por la pierna derecha y se sacudió; una pequeña lagartija cayó al suelo y se apresuró a incorporarse para cogerla, pero se escapó, escurridiza, entre las rendijas de la lápida sobre la que él había estado tumbado. Se quedó agachado, apoyando la espalda en la piedra de granito. Miró hacia la gruesa cruz en la cabecera de la tumba. Ni siquiera se había parado a leer la inscripción.
- Antonio Pizarro, 1910–1950, amado esposo y padre. Manuel Pizarro, 17 de Octubre de 1942–23 de Marzo de 1954. Tu madre y tu hermana no te olvidan.
Sólo hacía un mes que habían enterrado al chico; se dio cuenta entonces de la corona de flores muertas que había al pie de la lápida y de un par de ramos que había alrededor, en botes de plástico azul. El olor a flores muertas era característico del cementerio, tanto que ya ni se percataba de él, pero en ese momento lo percibió, mucho más intenso.
Pensó que habría muerto de neumonía, algunos chicos del barrio la habían cogido durante el invierno; no era fácil conseguir penicilina y en las casas, algunas sin calefacción, hacía mucho frío. O a lo mejor le había atropellado un tranvía. No hacía mucho, a uno de su cuadrilla le había dado un buen susto cuando corrían por la calle Alcalá, en el cruce con la avenida de Aragón.
Y nadie venía a buscarle. Miró a su alrededor, esperando ver algún indicio que delatara la presencia de sus amigos. Pero el único movimiento era el de las copas de los árboles, al compás del viento, susurrando, y aún así sólo había silencio.
De pronto, oyó crujir la arena del camino; alertado, se escondió detrás de la cruz de la tumba de Manuel Pizarro. Los pasos se oían cada vez más cerca hasta que se pararon justo al otro lado, junto a la lápida. Asomó muy despacio la cabeza, quería asegurarse de que era Luisito antes de salir corriendo.
- ¿Qué haces?
Se volvió dando un respingo al escuchar la voz. Detrás de él había un niño, más o menos de su estatura, de ojos negros, grandes y profundos. El pelo le brillaba, pulcramente peinado con raya al lado, una raya perfecta, lo mismo que los zapatos, relucientes.
- Juego al escondite-repuso-¿Y tú?
El niño se encogió de hombros. La lagartija hizo de nuevo acto de presencia, por una de las esquinas de la cruz de la tumba de Manuel Pizarro. El niño la miró fijamente y con gran agilidad la alcanzó, reteniéndola con ambas manos. Se la acercó.
- Toma-dijo, tendiéndole la mano que atrapaba la lagartija.
- No, suéltala, aquí hay un montón. Además, voy a tener que marcharme, mis amigos me estarán buscando.
- Pero tú querías…
Le miró molesto. El chico le había estado espiando, escondido, como él y ni se había dado cuenta. Aún así no pudo resistirse y cogió la lagartija de las frías manos del niño, pero se le escapó.
- Eres un torpe-rió el chiquillo.
- Tú la has soltado antes de tiempo. Además, no sé porqué sigo aquí hablando contigo, mis amigos me estarán esperando.
- ¿Puedo jugar con vosotros?
- No lo sé-repuso, mirándole de arriba abajo. El traje lo delataba. Probablemente viviría al otro lado de la Cruz de los Caídos. Esas casas pertenecían a familias ricas- ¿Conoces buenos escondites por aquí?
- ¡Claro, ven!-el chico le cogió inesperadamente de la mano, tirando con fuerza de él, y echó a correr de pronto; intentó seguirle para no caer al suelo pero al girar junto a la lápida de Manuel Pizarro, logró soltarse y lo perdió de vista. Se asomó entre las tumbas de alrededor, pero el muchacho ya no estaba allí. No había rastro de él. Levantó la cabeza y miró hacia la cruz. No había reparado en la foto en blanco y negro, en un marco redondo, junto al nombre de Manuel Pizarro. Dio un par de pasos hacia delante y entrecerró los ojos: un chico de ojos grandes, negros y profundos, el pelo pulcramente peinado con una perfecta raya al lado.
Se incorporó de sopetón, con el corazón casi saliéndole por la garganta. Se había quedado dormido encima de la tumba. Hacía mucho frío y la oscuridad reinaba a su lado sólo rota por las farolas que alumbraban el camino de tierra hasta la verja del cementerio. Asustado, se incorporó con rapidez, apoyando las manos en la lápida y se encontró de frente con la foto de Manuel Pizarro. Lanzó un grito y con la respiración agitada, miró a su alrededor buscando el peligro. El viento movía las copas de los árboles, pero sólo se escuchaba el silencio.
No paró de correr hasta la puerta del cementerio. Estaba cerrada, así que, presa del pánico, escaló entre las tumbas junto a la tapia y en un momento estuvo al otro lado.
Ya a salvo, se sentó en el suelo, para recuperar el aliento. Creía haber encontrado el mejor escondite del mundo. Pero no volvería a esconderse en el cementerio. Nunca más.
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