Una habitación propia
- Carolina De Las Heras Quirós
- 4 may 2020
- 10 Min. de lectura

Parecía como si algo en el universo se hubiera ordenado para mí de pronto. Sólo hacía unos meses, todo era un completo caos, aún me quedaban unas cuantas asignaturas para terminar mi grado en Estudios Hispánicos y no terminaba de hacerlo porque lo que de verdad deseaba era dedicarme en cuerpo y alma a esa novela mil veces empezada. Y ahora tenía que dejar mi casa, mi facultad…dejar Santiago; adoraba esa ciudad, no podía imaginarme viviendo en otro sitio y, sin embargo, la solución a mi caótica existencia parecía estar lejos de allí…Madrid estaba a años luz: el clima, la gente, los coches…Agotadora. Solo había estado como turista, deseé que, con el nuevo estatus de habitante, la experiencia fuera diferente.
Y dejar a Manuel. La noticia de la beca en la Residencia de Estudiantes me llegó como agua en el desierto. La respuesta a todo. Podía escapar de su caos, terminar de una vez con él, que me ahogaba, que me asfixiaba…quizá mi falta de inspiración y mis bloqueos se debían a esa relación viciada y caótica que no me atrevía a dejar. Era muy cobarde, pero la beca en la Residencia era la mejor excusa para apartarme de él un tiempo y confirmar… ¿confirmar qué? Si ya lo sabía, lo que pasa es que era muy cobarde…
La Residencia era un lugar impresionante. Guardaba todo el aire tradicional de antaño, manteniendo su fachada, que tantas veces había visto en fotos, y su esencia de lugar de difusión cultural y acogimiento de estudiantes, con el encanto que siempre pensé que tendría, por la historia que había pasado por él.
Pero también era hoy un lugar moderno e innovador y había tenido la enorme fortuna de poder disfrutar de él. Me parecía un sueño compartir pasillos, estancias, jardines, con aquellos ilustres personajes, más de cien años después: Juan Ramón Jiménez, Lorca, Severo Ochoa, Dalí…y tantos otros. Los primeros días me dediqué a recorrer toda la Residencia, buscando los rincones tantas veces imaginados y otras tantas leídos, el salón de actos, donde Lorca hizo las primeras representaciones de La Barraca, el piano, la biblioteca...Había tantas cosas por tocar, por oler, por experimentar. Buscaba humildemente aquello que había inspirado a los genios, esperando que también me tocara a mí con su varita mágica, aunque fuera de refilón.
Una noche de lo que aún en Madrid llaman otoño, pero que, a mí, por la tibieza, me parecía más bien verano, mientras estaba delante de mi ordenador, con la ventana abierta, escribiendo, o al menos intentándolo, entre el placentero cri-cri de los grillos del jardín se interpusieron unos golpes tímidos en la puerta que me sobresaltaron ligeramente. No había hecho amigos en la Residencia -aún- y eran cerca de las doce de la noche. Abrí con cuidado de no hacer mucho ruido.
Delante de mí había un chico, más o menos de mi edad. Su gesto era cortés, quizá algo impostado, pero sonreía cálidamente. Había algo en él que no encajaba, pero que, por la sorpresa, no tuve tiempo de identificar.
- ¿Sí? ¿Ocurre algo?
- Buenas noches, siento molestarla tan tarde, señorita. Soy Fernando Guevara, estudiante y residente.
- Hola…yo…me llamo Inés.
- Lo sé, Inés, ha venido a escribir, ¿verdad?
- Mmmm…sí, o a intentarlo al menos, ¿cómo lo sabes?
- Yo lo sé todo de los residentes. Llevo años aquí. Pero no la molesto más, que es tarde, sólo quería presentarme. Ya nos veremos. Buenas noches.
Y se marchó caminando con mucha pose, hacia el fondo del oscuro pasillo. Llevaba ya un mes allí y era la primera vez que le veía…pero no me extrañó, mi natural introversión hacía que normalmente anduviera sumida en mis propios pensamientos, muchas veces ajena a la realidad que me rodeaba, así que bien podía haberme cruzado con él que ni le hubiera mirado siquiera. Debía ser la “rarita” de la Residencia. Aunque pensándolo bien, él también era un poco “rarito”.
Cuando iba a cerrar la puerta, me di cuenta que había dejado caer algo. Era un pañuelo blanco impoluto, pulcramente doblado. Di un paso fuera de la habitación para avisarle, pero me contuve, no eran horas de ponerme a gritar en medio del pasillo. Lo recogí del suelo. Tenía bordadas las iniciales FGL. “Qué raro”, pensé, “ya nadie usa pañuelos de tela”.
Al día siguiente me acerqué a recepción para preguntar por su habitación o dejar allí el pañuelo, pero había muchas personas haciendo cola y tenía algo de prisa. Pensé que le vería en algún momento por la Residencia.
Pero pasaron dos semanas y ni rastro de Fernando Guevara. Hasta que, de nuevo, una noche, ya algo más fría y amenazando lluvia, llamó a mi puerta. Esta vez me fijé más: llevaba un traje marrón bastante pasado de moda, con un chaleco y, en el cuello, una pajarita color berenjena. Todo él tenía un aire anticuado.
- Buenas noches, señorita Inés.
- Hola Fernando. No he vuelto a verte, se te cayó este pañuelo la otra noche…
- Ah, muchas gracias, no es mío…-lo tomó con cuidado y lo miró, pensativo. Me lo devolvió y yo, como atontada, lo volví a coger. – Quédeselo por favor, a mi amigo le gustará que lo tenga. ¿Está muy ocupada?
- ¿Por qué demonios me llamas de usted? Tenemos más o menos la misma edad.
Él sonrió y, de no ser por la poca luz del pasillo, diría que se sonrojó. Me pareció de lo más ingenuo.
- Bien…. ¿quieres ver algo interesante?
- ¿Ahora?
- Ahora hay menos gente.
Todo era un poco absurdo, pero había algo en él que despertaba mi curiosidad. Le miré unos segundos pensativa y Fernando, esperó, paciente, con las manos en los bolsillos del pantalón.
- ¿Vamos a salir a la calle?
- No, voy a enseñarte algo aquí, en la Residencia, que creo te interesará mucho y quizá hasta te ayude a escribir.
Asentí con la cabeza, me guardé el pañuelo en el bolsillo de mi rebeca de lana, salí, cerrando la puerta tras de mí. Caminamos en silencio por el pasillo en penumbra hacia el distribuidor de las escaleras. Bajamos a pie hasta la planta baja y allí, cambiamos de ala. En esa planta estaban los salones de conferencias y exposiciones, no había habitaciones de residentes. No nos cruzamos con nadie, había un absoluto silencio.
Todo el trayecto lo hicimos sin hablar, mis zapatillas deportivas no hacían ruido, pero sus zapatos, limpios y relucientes, tampoco, lo que me extrañó, porque eran de suela dura. Parecía flotar mientras caminaba, con su pose anticuada y una mano metida en el bolsillo del pantalón. Llegamos hasta la puerta de la biblioteca. Normalmente a esa hora estaba cerrada, pero Fernando sacó una llave de su bolsillo y abrió. Las nubes no dejaban ver la luna y la única luz que entraba por los amplios ventanales era la de las farolas de la calle. Con paso firme, pero flotante, Fernando recorrió la amplia biblioteca, entre los diferentes puestos de lectura y las interminables estanterías y yo le seguí, intrigada.
Se detuvo frente a una de las estanterías. No podía casi discernir lo que hacía, pero le vi introducir la mano entre un par de libros y de pronto, la estantería se movió delante de mis ojos, con un ligero roce de madera, desplazándose hacia mi lado y dejando un hueco oscuro y pequeño delante justo de Fernando, pero lo suficientemente amplio como para que pasara una persona, de perfil. Una débil ráfaga de aire viciado me golpeó el rostro.
Era todo realmente absurdo y hubo un momento en el que incluso pensé si estaría soñando o imaginándomelo, tenía por costumbre fantasear mucho, desde pequeña. Toqué el suave pañuelo blanco impoluto en mi bolsillo, como para cerciorarme de que no era una fantasía. No hacía frío, pero sentí un escalofrío recorriendo mi espina dorsal.
Fernando me miró y susurró algo que sonó como “vamos” y desapareció en la negrura del hueco. Como un autómata, le seguí. La poca luz que podía llegar de fuera se disipó según la estantería se cerraba lentamente tras los dos, inundándonos de oscuridad durante tres segundos que se me hicieron eternos. Mi corazón latía a mil por hora y cuando ya sentía una angustiosa presión en la garganta, Fernando apareció a mi lado, con un candil encendido. Sí, un candil, de aceite, como los que tenía mi abuela en el pueblo.
La luz juguetona del candil iluminó apenas unas escaleras de caracol, que se perdían hacia abajo en la negrura. Tanto la escalera como las paredes eran de madera. Fernando empezó a descender y yo fui inmediatamente detrás de él, temiendo quedarme de nuevo a oscuras. El suelo de madera crujía bajo mis pies, pero Fernando parecía ir flotando. Aún me faltaban tres escalones para llegar abajo cuando se detuvo. Yo también paré, levanté la cabeza y me quedé boquiabierta. A mi alrededor, un acogedor salón, de unos 25 metros cuadrados, espacioso y cuidadosamente amueblado se abrió ante mis ojos, bajo la luz tenue del candil. Fernando accionó un interruptor y la estancia se iluminó por varias lámparas pequeñas, situadas en diferentes puntos, con una luz cálida y amarillenta. Un amplio sofá de cuatro plazas, con varios cojines, y dos sillones se disponían alrededor de una mesa baja de caoba, sobre la que había algunas tazas de café, una cafetera, un azucarero y un cenicero colmado de colillas de cigarrillos. Junto a la pared, un aparador repleto de libros y en la esquina más alejada, una mesa ovalada con varias sillas alrededor y una baraja de cartas esparcida sobre ella.
En la pared opuesta, un amplio escritorio, con una silla delante. Sobre él, varios pliegos de papel manuscritos, lápices, una antigua Olivetti reluciente y más libros. Completaba el conjunto un pequeño chifonier que sostenía un gramófono y, junto a él, una pila de discos de vinilo colocados desordenadamente.
Se podía percibir aún un ligero aroma a café reciente, mezclado con el olor a tabaco. No había ventilación, al menos natural, no había ventanas.
Fernando había guardado silencio, a mi lado, paciente, dejando que yo escrutara la escena. Me volví hacia él, sin saber qué decirle, pero esperando una explicación a todo aquello. Parecíamos estar dentro de una película de los años 20. Él me miró y sonrió.
- ¿Qué? Merecía la pena venir, ¿verdad?
- ¿Dónde…? Bueno, ¿quién…? Es decir, ¿cómo…?
- Sólo te falta “¿por qué?” y “¿cuándo?”- Fernando soltó una carcajada, sin duda divirtiéndose mucho al ver mi cara. Debía ser un cromo.
- ¿Quieres explicarme de qué va esto y…y por qué me has traído aquí?
- Bien, ya nos vamos centrando.
- ¡Oye! – Estaba impaciente por saber qué significaba todo aquello. Y él parecía estar divirtiéndose mucho a mi costa.
- Buscabas la musa, ¿no es así? Eso es lo que busca todo escritor para superar el pánico a la página en blanco, la inspiración. Pues bien, creo que es el lugar idóneo para que la encuentres. Echa un vistazo, quizá tú misma averigües dónde estamos.
No parecía dispuesto a ponérmelo fácil y yo me moría de curiosidad por examinarlo todo, así que me acerqué tímidamente al aparador: novelas clásicas, ensayos, biografías…hasta algún tomo de medicina. Pasé el dedo suavemente por los títulos. Sin duda, los que utilizaban esa sala eran grandes lectores. Lo siguiente que me atrajo fue el gramófono. Era un aparato antiguo, pero fácilmente podía haber estado sonando, pocos minutos antes, mientras los ocupantes del salón tomaban café y fumaban.
Llegué hasta el escritorio y me senté en la silla. Con la delicadeza de quien toca algo que se puede deshacer en sus manos, cogí uno de los manuscritos. No entendía bien la letra, pero era una obra de teatro…cogí otro de los pliegos de papel. Era la misma letra, afilada, con “des” y “eles” muy altas y “pes” y “ges” que invadían el reglón de debajo…una letra de erudito. Amapolas en la nieve. Poesía. Empecé a leerla y sentí tal deleite que pareció pararse el tiempo en esos versos llenos de ternura y sensibilidad. Me alejé tanto de allí que cuando mis ojos repararon en el nombre del poeta que firmaba aquella belleza, con la misma letra afilada, casi me caigo de la silla: Federico García Lorca.
Sin levantar la cabeza, tragué saliva e intenté respirar, porque me faltaba el aire. Volví a leer el nombre. Sentí un ligero mareo, las piernas me temblaban, me habría caído de no estar en la silla. Me volví hacia Fernando.
- ¿Cómo es posible que…?
Ya no estaba allí, no sabía en qué momento se había marchado, estaba tan abstraída que no escuché nada. No podía entender qué estaba pasando, parecía estar en un sueño, pero no tenía la sensación de estar dormida sino todo lo contrario. Era difícil de creer.
No recuerdo cuánto tiempo estuve allí. Horas, creo. Cuando no hubo un rincón sin explorar, un papel sin leer y un libro sin hojear, decidí que era hora de irme. Fernando había dejado el candil al borde de las escaleras. Comencé a subir, pero un pensamiento me detuvo. Volví la mirada hacia el escritorio, hacia la poesía de Lorca. No sé por qué lo hice, no lo pensé, ni sabía qué iba a hacer cuando saliera de allí, pero cogí la poesía y me la guardé en uno de los bolsillos de mi rebeca.
Ahora sí, subí rápidamente la escalera de caracol. Cuando llegué arriba, palpé la pared, iluminándome con el candil, buscando una palanca, un interruptor, una manivela…Algo debí tocar, porque en un instante, la pared desapareció. Según puse mis pies sobre el suelo de la biblioteca, la estantería volvió a moverse y el hueco se esfumó. Respiré hondo y regresé a mi habitación lo más rápido que me permitieron mis piernas temblorosas.
A la mañana siguiente, me desperté con la mente despejada y clara. Sorprendente, porque había dormido muy poco. Me levanté de la cama, abrí el portátil…y me puse a escribir. Y no paré en varias horas, hasta que me escocieron los ojos, secos de tanto mirar la pantalla. Fernando Guevara tenía razón, me había llevado algo de la genialidad de esa habitación.
Ya había caído la tarde cuando recordé la poesía. Me abalancé sobre la rebeca, que estaba colgada en el perchero detrás de la puerta, exactamente donde la había dejado la noche anterior. Busqué ansiosa en uno de los bolsillos y palpé el pañuelo de Fernando Guevara. Metí la mano en el otro, pero no había rastro del pliego de papel. Me puse la rebeca y, angustiada, salí presurosa de la habitación, en dirección a la biblioteca.
Mientras caminaba por el pasillo me fijé distraídamente en las fotos en blanco y negro que retrataban a antiguos residentes, personajes ilustres que habían pasado por allí en sus inicios, en el primer tercio del siglo pasado, en diferentes lugares y espacios de la Residencia. Definitivamente me paré delante de una instantánea que me llamó poderosamente la atención. Era una foto amarillenta de cuatro hombres jóvenes, en los jardines de la Residencia, con el edificio detrás. Los reconocí en seguida: Luis Buñuel, Dalí, Federico…y Fernando Guevara.
Sí, Fernando Guevara, tal y como le había conocido hacía dos semanas y con el mismo traje con el que se había presentado, pajarita incluida, la noche anterior delante de mi puerta. Estaba ahí, entre Lorca y Dalí, amarillento, antiguo. La cabeza empezó a darme vueltas y me caí redonda al suelo.
Debí golpearme con fuerza porque al despertar, me estallaba la cabeza. Me rodeaban unas cuantas personas, con cara de preocupación.
- ¿Te encuentras bien? Deberíamos llamar a una ambulancia…- decía uno.
- Sí, mejor, se ha dado un buen golpe- murmuraba otra voz.
Me levanté con dificultad, y me ayudaron. Sólo tenía una idea en la cabeza. Salí de entre todos ellos y caminé todo lo rápido que me permitieron las piernas y la desorientación en dirección a la biblioteca, dejando atrás, atónitos, a los que me habían atendido.
Llegué como pude hasta la estantería del fondo y palpé entre los libros, tal y como le había visto hacer a Fernando Guevara. Nada. ¿Me estaba volviendo loca? Empecé a sollozar, temiendo por mi cordura, mientras los que estaban a mi alrededor se acercaban, curiosos. ¿Cómo iba a explicarles que allí abajo estaba el lugar de reunión de los genios españoles de la primera mitad del siglo XX? Nadie iba a creerme, yo misma dudaba de lo que había visto. Me derrumbé en el suelo y sin darme cuenta saqué el pañuelo blanco, suave, impoluto, de mi bolsillo, para secarme el rostro con él. Entre lágrimas, observé las iniciales FGL: Federico García Lorca.
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