La habitación cerrada
- Carolina De Las Heras Quirós
- 4 may 2020
- 5 Min. de lectura

Aún no habían tenido tiempo de ver más que la entrada y la cocina del gran caserón, cuando el agente inmobiliario la dejó sola para atender una llamada en su teléfono móvil.
Sin saber muy bien porqué y animada por una curiosidad muy ajena a ella, Ana había subido las escaleras para curiosear en la planta de arriba. En el rellano, al pasar junto a un amplio ventanal, pudo ver al vendedor abajo en el jardín, moviéndose desesperadamente de un lado a otro, como una hormiga hostigada, intentando encontrar un lugar con mejor cobertura. Sonrió para sus adentros. Sí, tenía cara de hormiga. Era un tipo bastante estrafalario.
Le había dicho que una de las habitaciones estaba cerrada y que no podrían verla, ya que los dueños habían guardado ahí sus “trastos viejos” …
Una vez en la planta superior, Ana observó desde el distribuidor y sólo vio una puerta cerrada. Ésa sería la habitación a la que se refería el vendedor-hormiga, sin embargo, simplemente con girar el pomo, la puerta se abrió, chirriando como si llorara.
La habitación olía a humedad y a moho. A través de las cortinas de color rosa pálido, los rayos del sol de última hora la teñían de tonalidades cálidas, cayendo sobre las tablas de madera del suelo, algunas hinchadas por la humedad de la zona. Ana se acercó lentamente, corrió las cortinas y abrió los dos ventanales, que daban a un diminuto balconcillo. Una ráfaga de aire limpio renovó la atmósfera cargada de la habitación.
Miró ahora con más atención. A pesar de ser grande, no había muchos muebles y estaban cubiertos con sábanas blancas, como el resto del mobiliario de la casa: una gran cama, con columnas en las esquinas, que le recordó a las de las princesas de los cuentos y lo que imaginó sería un tocador con una pequeña silla delante. A la izquierda de la puerta había un enorme armario de madera maciza. En el papel blanco de las paredes, despegado en algunas zonas y cuajado de manchas amarillas, se repetían dibujos de flores de lavanda, descoloridos por la humedad.
Todo estaba como si alguien, en algún momento del pasado, hubiera decidido parar el tiempo dentro de esa habitación. Se acercó al armario, giró la llave de la puerta y delicadamente tiró hacia sí. Abrió la otra hoja y de pronto sintió como su hubiera retrocedido cien años.
Una decena de vestidos, perfectamente colocados, parecían esperar a ser elegidos para una cita especial. Descolgó uno de ellos y lo observó, ensimismada. Recordó una fiesta años 20 que había organizado con unos amigos de la facultad y pensó que ese vestido habría sido perfecto para la ocasión. Era de color amarillo claro, de tela suave de raso y adornado con bolitas de cristal. La cintura baja y los flecos desprendían un aire charlestón que le hizo sonreír. Volvió a dejarlo cuidadosamente en su lugar y continuó rebuscando entre los otros vestidos. Sintió unas ganas irremediables de probárselos todos.
No pudo reprimir una exclamación al mirar hacia abajo y descubrir una hilera de zapatos, habría cerca de doce pares, de distintos colores y materiales. Unas delicadas sandalias de tacón alto y piedrecitas de cristal rojo llamaron su atención. Se arrodilló en el suelo y tomó con cuidado una de ellas. El tacón y la suela estaban muy gastados. Posiblemente, pensó, eran las favoritas de su dueña. Parecía un número pequeño, pero a lo mejor le servían.
Se sentó sobre la cama, arrugando la sábana, y se quitó los zapatos, probándose una de las sandalias. Sí, le quedaban bien. Se puso la otra rápidamente y se levantó, dando una vuelta sobre sí misma mirándose los pies, hipnotizada.
Tan ensimismada estaba en los reflejos de las piedras rojas de las sandalias que no se percató del sonido de pasos que se encaminaban hacia la habitación hasta que escuchó un grito que la sobresaltó.
- ¿Será posible? Pero, ¿quién te has creído que eres?
Se quedó petrificada, allí, de pie, mirando fijamente a una joven que se había dirigido a ella con un tono insolente y lleno de arrogancia. Llevaba un vestido gris perla del estilo de los que Ana había estado curioseando en el armario y en el pelo, una cinta de raso que le rodeaba la cabeza. Un collar largo, de bolitas rosas nacaradas, le colgaba del estilizado cuello. Además, sujetaba un largo y fino cigarrillo entre los dedos, y exhalaba el humo mientras la miraba atónita a través de unos ojos penetrantes, color verde esmeralda.
- Yo…yo…es que…- Ana balbuceó, sin entender qué estaba ocurriendo.
- ¿Tú? Eres una criada, ¡no puedes entrar aquí y meter las narices en mi armario como si fuera tuyo! ¡Devuélveme esas sandalias ahora mismo, desvergonzada! ¡Se lo diré a mamá y te despedirá de inmediato!
Sin comprender ni saber qué otra cosa hacer más que obedecer a la enfadada chica, Ana se sentó en la cama para quitarse rápidamente las delicadas sandalias. En ese momento observó que las sábanas blancas que cubrían los muebles no estaban. Miró entre asustada y confusa a su alrededor y comprobó que las flores de lavanda del papel de la pared eran de un malva intenso, no había rastro de las manchas de humedad y la brillante luz del sol no entraba ya por la ventana abierta, sino que a través de ella llegaba el canto monótono y fresco de los grillos en el jardín, amparados por la oscuridad de la noche. La habitación estaba ahora tenuemente iluminada por dos lamparitas de mesa colocadas a ambos lados de la cama, que antes no había observado. Atónita, se tropezó con su imagen reflejada en el espejo del tocador: por un segundo dudó si era ella misma porque iba vestida con un uniforme de sirvienta, blanco y negro con una cofia y un pulcro delantal con puntilla.
Se volvió aturdida hacia la joven, que aún la observaba desde la puerta y acto seguido todo a su alrededor se tornó oscuridad.
Cuando abrió los ojos, se encontró con el rostro acalorado del vendedor con cara de hormiga, que la abanicaba con un periódico, mientras sujetaba el teléfono móvil con la otra mano.
- Uff, menos mal, vaya susto me ha dado- suspiró el pobre hombre, aflojándose la corbata, mientras le caían unas gotas de sudor por la frente- ¿Le duele algo? Se ha dado un buen golpe…Cuando he vuelto del jardín me la he encontrado aquí, tirada en el suelo.
Ana estaba desconcertada. Se tocó la parte de atrás de la cabeza. Sí, le dolía. Aún sin ser capaz de hablar miró a su alrededor. Se encontraba en el rellano de la escalera, junto ventanal desde donde había observado al vendedor atendiendo la llamada de teléfono.
- No sé qué ha pasado…-dijo al fin- Había…había una mujer aquí…no, aquí no, en la habitación cerrada…
El agente inmobiliario la miró con cierto aire de preocupación.
- Señorita, se lo habrá imaginado usted, aquí no hay nadie más que nosotros. Venga, vayamos al salón, se sienta un rato en el sillón y le traigo un vaso de agua, ¿de acuerdo?
Dejándose llevar, Ana acompañó al vendedor hasta el salón de la casa. Al abrir la pesada puerta corredera, una estancia amplia y elegante apareció ante sus ojos. En la pared de enfrente había una hermosa chimenea de malaquita y encima de ella, presidiendo majestuosamente el salón, un enorme cuadro de una chica guapa y esbelta, con un vestido de raso gris perla. Sintió flaquear las piernas al observar el collar de bolitas rosas nacaradas. La joven del cuadro parecía exhalar el humo de un cigarrillo largo y fino que sujetaba con arrogancia entre los dedos, mientras sus ojos verde esmeralda la miraban insolentes.
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