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La estación olvidada

  • Foto del escritor: Carolina De Las Heras Quirós
    Carolina De Las Heras Quirós
  • 3 may 2020
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 18 ago


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Ufff…pensé que no lo cogía. Eran casi las doce de la noche de un martes cualquiera y estaba muerto de cansancio, deseando llegar a mi casa, prepararme un whisky y despanzurrarme en mi sofá.
Cuando bajaba las escaleras hacia el andén del metro en Atocha, vi que las puertas del vagón se cerraban y apuré el paso con la esperanza de que el conductor me viera y me dejara pasar. Dentro, dormitaban un par de viajeros, con aire cansado y sucio, como yo, que ni siquiera se molestaron en mirarme cuando, jadeante por la pequeña carrera, entré en el vagón.
Me acomodé en un asiento lo más lejos que pude de ellos (que también se encontraban lo más separados posible) y el metro siguió su curso hacia Antón Martín. El vagón olía a rancio y a gente, a pesar de que estaba casi vacío. Una pareja enroscada en sí misma subió en la siguiente parada pero se bajaron en seguida, en Sol, sin despegarse un milímetro el uno del otro. Un par de estaciones más adelante, me había quedado sólo en el vagón. Tenía tanto sueño que empecé a dar cabezadas, inmerso en escenas del día tan largo que había vivido, atropelladas unas con otras, en una mezcolanza delirante. Me dejé llevar por el cansancio y el mecer envolvente y suave del tren.
Me sobresaltó el repentino silencio y la quietud. Levanté la cabeza, desperezando los ojos y me extrañó la poca luz que había en la estación donde habíamos parado. Pasaron unos segundos y el metro no se movió. Nadie entró.
Molesto por el retraso (me moría de ganas de darme una ducha y tomarme esa copa) me incorporé para ver dónde estábamos. Chamberí. ¿Chamberí? ¿Esa no era la estación que habían cerrado a medidos de los sesenta? Seguí sin oír nada así que, inquieto, me levanté y probé a accionar la manivela de la puerta. Asomé la cabeza hacia el andén y una ráfaga de aire helado me abofeteó la cara. Tuve escalofríos, pero no sólo por la temperatura de aquel lugar sino porque realmente resultaba algo siniestro.
La estación fantasma estaba tenuemente iluminada y no había nadie en el andén. Golpeé con fuerza en la puerta, para llamar la atención del conductor pero no hubo ni movimientos, ni ruido, ni respuesta alguna. No soy valiente, así que me introduje de nuevo en el vagón y me senté, a la espera de que la puerta se cerrara y el tren echara a andar de nuevo. Pero en lugar de eso, los fluorescentes empezaron a titilar, como haciéndome guiños, y segundos después se apagaron por completo.
Me incorporé del asiento, con la respiración jadeante. ¿Qué estaba ocurriendo? Se me ocurrió que podía haber más viajeros en los otros vagones y, sin mucho convencimiento, salí de nuevo al fantasmagórico andén de Chamberí.
Los recorrí uno por uno. Nadie. No era posible, no era tan tarde….Llegué hasta la cabina del conductor y observé con asombro que también estaba vacía.
- ¡Oigaaaaan!- grité- ¡Si es una broma, no tiene ninguna gracia! ¿Hay alguien ahí? ¡Oigan!
Mi voz resonó entre las paredes abovedadas de la estación, decoradas con anuncios de otro siglo (de aguas naturales depurativas y cafés torrefactos) pintados sobre las baldosas blancas. Observé el suelo adoquinado. Si no me hubiera encontrado en una situación inverosímil, incluso podía haber disfrutado con la visita.
Pero no era el caso. Yo no quería estar allí. Sólo quería llegar a mi casa y olvidar el día pasado.
Al no ver otra opción me aventuré a buscar la salida, con la esperanza de encontrar alguna forma de comunicar con el exterior, no creía posible que la boca de metro estuviera abierta. Al salir por el primer pasillo que encontré, la luz amarilla y amenazante de una bombilla iluminó insuficientemente unas escaleras que ascendían, aunque no veía el final. Un antiguo letrero azul que indicaba SALIDA con letras blancas y una flecha me dio algo de valor para subir.
La escalera se encontraba en muy mal estado. Los adoquines del suelo se habían levantado y la barandilla rezumaba herrumbre. Me paré en el primer rellano para estudiar el suelo. Con cautela para no caerme ascendí por el siguiente tramo de escaleras donde otra bombilla sucia y blanquecina iluminaba un corredor. Una encrucijada, ¿hacia qué lado debía ir?
En esas estaba cuando escuché algo. Hasta ese momento me encontraba tan desconcertado que no había percibido el profundo silencio pero, al escuchar un ruido de pasos y murmullos, se me erizó el cabello. Eran pasos que no tenían prisa, los que venían hacia a mí lo hacían con la parsimonia de la rutina. Pero no podía haber nada de rutinario en esa estación y menos a esas horas. Las voces se distorsionaban entre los túneles y pasillos y no podía distinguir nada de lo que decían. Cuando ya estaban cerca estuve seguro de que venían por mi derecha.
Debía haberme alegrado, por fin alguien que quizá podría ayudarme. A lo mejor se trataba de trabajadores del metro que estaban arreglando alguna avería. Pero, por una extraña razón, preferí caminar en dirección opuesta, hacia la negrura del pasillo a mi izquierda. Me escondí entre la penumbra y esperé.
Una pareja apareció ante mis ojos. Eran dos hombres. Por sus voces estarían por la cincuentena. Iban abrigados con una especie de casaca oscura (yo diría que gris), una gorra de plato y al hombro un objeto cuya forma bajo la tenue luz del corredor me dejó helado: un fusil.
Me pareció que hablaban de fútbol. Del Real Madrid, creo, porque oí algo sobre Bernabeu. Los breves segundos durante los que pasaron arrastrando sus pasos más cerca de mi escondite, me permitieron escuchar con algo de claridad la conversación, un par de frases.
- Sí, sí, siempre dices lo mismo cuando perdéis con el Real. Es que Paquito no iba a permitir que los pobres se dieran una alegría, ni siquiera por el fútbol.
- Vamos, Manuel, no seas cínico, lo sabes muy bien, Franco bebe los vientos por el Real Madrid, y ¿quién va a atreverse a darle un disgusto al Generalísimo un domingo por la tarde?
Sus voces y sus pasos se fueron alejando. Lo había visto de cerca. Sí, llevaban un fusil al hombro. Sin quererme parar a pensar qué significaba todo aquello, me apresuré a marchar por el mismo corredor por el que ellos habían aparecido, con la esperanza de que allí estuviera la salida de la maldita estación. Y nunca mejor dicho, tenía la desazón de encontrarme en un lugar lo más parecido al infierno.
A lo lejos vislumbré otro haz de luz amarillenta. Pero reduje el paso, intentando que mis pies rozaran el suelo lo menos posible y no tropezar con los adoquines levantados, porque creí oír algo de nuevo, esta vez una voz más femenina y mucho más joven, de alguien que se encontraba a la vuelta de la esquina del final del corredor, justo donde empezaba a verse la luz. Me acerqué al final de la pared y me asomé con mucho cuidado. La escena me paralizó de nuevo.
Eran las taquillas de entrada y salida de la boca de metro. Pero lejos de aliviarme, como digo, mi cuerpo quedó bloqueado. Las pasarelas de hierro oxidado, el suelo empedrado lleno de agujeros y tierra removida, los techos desconchados y las paredes con los baldosines renegridos y partidos contrastaron con la pulcritud y resplandor de la mujer que, sentada dentro de la cabina de la taquilla, hablaba con una señora mayor, completamente de negro y encogida que la entregaba una moneda a través de la ventanilla.
- Tiene que bajarse en Tirso de Molina, señora, esa calle está muy cerca de la boca de metro, la encontrará en seguida. Tenga, su vuelta, cinco pesetas, no tengo suelto, le doy un duro.
La mujer mayor murmuró algo y caminó torpemente hacia donde yo estaba. Pasó a pocos centímetros de mí, pero no se percató de mi presencia.
Pensé que estaba volviéndome loco. Las piernas empezaron a fallarme y me escurrí hasta el suelo, quedándome allí, aterido de un frío que de pronto me sobrevino, con la espalda apoyada en la pared de baldosas negruzcas. Creí que había perdido la razón.
Un repentino ataque de pánico me hizo levantar y, como si de un fugitivo se tratara, salí corriendo por los pasillos, descuidando el ruido de mis zapatos sobre los adoquines y jadeando de miedo y de fatiga. No sabía hacia dónde iba, sólo quería alejarme de ese lugar, salir, escapar…En mi alocada carrera me encontré de golpe de nuevo en el andén. El tren ya no estaba y la inercia de mis piernas me impidió frenar a tiempo: caí a las vías y todo se tornó oscuridad completa.
La sacudida me despertó. Me encontraba a salvo en el vagón, cuya luz fría y blanca me acribilló los ojos. Estaba empapado de sudor pero aún sentía frío. Desconcertado, miré a mi alrededor. Me asomé por la ventana y por un segundo pude comprobar que abandonábamos la estación de Bilbao.
Confuso, me acomodé de nuevo en el asiento y frotándome los brazos, intentando tranquilizarme.
- Ha sido un sueño, Diego. No, una pesadilla más bien- me dije en voz alta.
El tren traqueteaba suavemente hacia la siguiente parada, Iglesia. De pronto noté cómo suavemente reducía su marcha hasta pararse, justo cuando pasábamos por la olvidada estación de Chamberí.
 
 
 

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